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La idea no es precisamente nueva. En 1999, el escritor japonés Koushun Takami pateó el tablero -literalmente- con Battle Royale, novela en la que un grupo de estudiantes eran enrolados a la fuerza por un gobierno totalitario para matarse en una isla, en competencia sin piedad. Al director Kinji Fokasaku le llevó poco más de un año llevar la historia a la pantalla y producir una conmoción similar a la del libro. Entre las muchas "inspiraciones" que desató la historia, la escritora Suzanne Collins primero y Hollywood después extrajeron hasta la última gota con Los juegos del hambre. Películas como Hostel, El juego del miedo o Como Dios quiera, de Takashi Miike, se valieron de premisas similares: el sálvese quien pueda llevado a los últimos extremos.
Las claves del éxito
Y entonces, ¿cómo es que El juego de calamar va camino de convertirse en un exitazo para Netflix mayor a La casa de papel o Gambito de dama? Es cierto que la era de las plataformas es pródiga en hits instantáneos, "series del mes" rápidamente reemplazadas por otras series del mes, pero la producción del surcoreano Hwang Dong-hyuk ya puede sacar chapa de ser la primera realización asiática en llegar al top one de la N roja, y va camino de superar en visionados a todas las demás producciones en idioma no inglés. ¿Qué es lo que tiene Ojingeo Geim para atraer tanta atención con un tópico a esta altura trillado?
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Quizá se trate de los tiempos. Los siete personajes principales de los nueve episodios son perdedores irredentos, arrinconados por el capitalismo salvaje y sus propias, pésimas decisiones. Aquí no hay un gobierno fascista, una figura política odiable como el Presidente Snow de Donald Sutherland: todo es más elusivo, tan elusivo como los rostros de grandes corporaciones, y quizás -no conviene revelar nada- apenas un juego similar a la caza mayor para millonarios aburridos. Seong Gi-hun es el prototipo del hombre expulsado del sistema de la luminosa Seúl, un chofer con deudas de juego a punto de perder a su hija; pero Cho Sang-woo, el que todos creen su contracara, el financista exitoso, es al cabo un émulo de Bernie Maddoff, un estafador de cuello blanco cuyo escenario se cae a pedazos. Abdul Ali es un pakistaní explotado en tierra oriental; Kang Sae-byeok, una desertora norcoreana; Jang Deok-su, un gangster venido a menos y con un precio en su cabeza por traicionar a quien no se debe. Y hay más.
Esos seres arrinconados son los que producen la empatía que se traduce en visionados. Difícilmente el espectador se encuentre en una situación similar -¿un viernes a la noche con Netflix en el sillón?- pero nadie está exento de deudas, angustias y la espada de Damocles de un mundo descompuesto. Y el exceso de la propuesta tiene su atracción: en el primer juego, un simplísimo "Semáforo verde, semáforo rojo" que en la Argentina se conocía allá lejos y hace tiempo como "Cigarrillo 43" (no pregunten, niñes), los perdedores reciben un balazo y adiós. Y el asunto solo está empezando.
Matando por un sueño
Si la TV argentina hoy prefiere el tono amable de la competición culinaria a las diatribas guionadas de la pista de baile, en el terreno de la ficción todo está permitido. El juego del calamar presenta un esquema de reality... en varios sentidos: no se compite cocinando, cantando o bailando, pero hay un premio gordo de 45 mil millones de wones, lo que suele despertar los peores instintos. Y la realidad de esos personajes no se suspenderá por meterse en semejante juego. Más bien, la demencial competencia opera como un espejo de lo que sucede en la ciudad, y los participantes lo comprenderán más temprano que tarde. Hasta los tonos pastel de algunos escenarios parecen replicar el sistema capitalista, lleno de brillos y atractivos que esconden un precio feroz. Y no se trata solo de dinero.
Los guiños de El juego del calamar
Sí, el siniestro juego se desarrolla en una isla, como Battle Royale. Y como en la historia de Takami, a los concursantes los duermen con gas. El primer juego también aparece en la película de Miike. El traje rojo de los guardias lleva a pensar en La Casa de Papel, y los signos de las máscaras sugieren una PlayStation endemoniada. La tallada faz negra del enmascarado principal destila la malevolencia de un Darth Vader, y su regodeo en el juego es el mismo de Coriolanus Snow. Pero entre todas esas referencias cruzadas, curiosamente, El juego del calamar consigue un brillo propio, una humanidad en sus personajes que Katniss Everdeen pierde al convertirse en superheroína. Humanidad en su desesperación y su desamparo, humanidad en su ambivalencia hacia el certamen y lo que pone en juego. Y humanidad, sobre todo, en el juego de traiciones, puñaladas traperas que aparecen de manera inevitable.
Y entonces: ¿por qué El juego del calamar es semejante exitazo? Porque las plataformas necesitan renovar constantemente la cartelera, seguro, y los conceptos de alto impacto -aunque repetidos- siempre rinden. Y, vamos, quién no ha jugado a la inmovilidad total o a el piso es lava, afortunadamente sin semejantes consecuencias. Pero también sucede que la gran mayoría de los seres humanos en la Tierra a veces sienten, como el pobre Seong Gi-hun, que corren como hamsters en una ruedita sin fin. Y hay cierto alivio en que por una vez el hamster sea otro.
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