Sembrar en la huella Por Marianela “Chú” Giménez*

Es el primer día de clases de un ciclo lectivo nuevo. En el pasillo que conduce a las distintas aulas hay una tensa quietud, una dulce espera. Allí, una profesora se detiene en la puerta, antes de ingresar a clase. Espía. Suelta. Mira desde afuera. (Es la última vez que mira desde afuera, una mano en el bolsillo, la otra en el picaporte). Soy yo. Siento los nervios de mis alumnos en su modo de moverse, en su respiración, en su mirada. Me esperan. Entro. Saludo. Me presento. No dejo espacios vacíos incómodos para que ellos, -hasta ese momento son ellos y yo-, vean, veamos, que somos muy parecidos, como personas, y como cocineros, futuros colegas.



A medida que pasan las horas, las clases, los días, trato de que entiendan de que, -al fin y al cabo, desde el primer día de egresados-, todos somos cocineros pero no todos hacemos “la” diferencia. Cuál es la diferencia? Transmitir o sembrar esa semilla no es fácil. Me pasó. Me pasa. Los docentes no solo somos docentes sino que también hemos sido la cosecha de semillas que otros docentes también sembraron anteriormente en nosotros. Fueron nuestros maestros, profesores de cocina, jefes de la cocina sembrada.

Cuando decidí dedicarme exclusivamente a enseñar, me di cuenta de cuanto bien me hacía, de cuanto me gustaba, y de cuánto me costaba el desafío al que me exponía al aceptar este reto: enseñar. Enseñar es mostrar, con el ejemplo.

Me di cuenta que formaba a personas para que salgan a la gran lucha de ser cocineros, para que puedan llegar a ser chef o “jefes” en algún momento. Y entendí que la lucha es propia y consigo misma, de igual a igual, mano a mano en la cocina pero contra nadie. Entendí mi rol. Mi misión como docente consiste en transmitir lo que sé: frente a las dificultades que se presentan, no perder la alegría jamás. Usar la alegría, la alegría de la pasión, precisamente porque nada será tan sencillo. Nunca dejar de lado la pasión, -en cada plato y en cada servicio-, ya que allí se alcanza la satisfacción por los logros y el logro de la satisfacción.

Entonces sus logros son los míos y son sus sabores los que me hacen docente en el camino, en la experiencia de aprender a enseñar. Entendí, aprendí, que muchos de ellos esperan la aprobación en cada clase, que ponen el corazón en cada plato, y que cada aceptación de sabor que me ofrecen es, al mismo tiempo, una sonrisa con la que también alegran mi día.

Que el “Día del Maestro” me permita una reflexión: mi rol como docente consiste en sembrar una semilla, que entiendan que esta tierra es de ellos y solo ellos pueden hacer la diferencia respetando cada alimento que consumen. Y que en ese respeto al origen también puedan torcer el egocentrismo de los cocineros “chef” modernos, empezando por respetarse a sí mismos en su propia huella, y entre sí, procurando ser excelentes colegas.

Solo en el primer día de clases mis alumnos son ellos y yo soy yo. Desde entonces, masa madre en mano compartida, cada día que pasa somos más nosotros, más parecida la siembra. No solo serán buenos cocineros sino que serán artesanos que con humildad aprenderán a apreciar cada uno de los sabores de su tierra, de su monte, de su selva… porque eso es lo que somos.

Sólo de ellos depende esta historia de cambiar un poco la repetida historia de trabajar sin dejar huellas, sin buscar huellas, para volver a valorar a nuestra cultura y origen. Porque ya lo dijo Alex Atala: “el vínculo más importante entre la naturaleza y la cultura, es la cocina”.

Fuente: Selva Adentro
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