ItinerariosLa selva, la tierra colorada y el río Paraná acompañan este fascinante circuito que incluye ruinas jesuíticas, saltos de agua, estancias, hitos históricos y reservas naturales. Además, un encuentro con la milenaria cultura guaraní.
Tendrá la selva un lenguaje propio?
Yabebirí, mbop, ío-guapoy, arará-cucú . En boca de los misioneros, los nombres de arroyos, árboles y pájaros hacen inevitable pensar que si ese ámbito misterioso se expresara en algún idioma lo haría sin duda en guaraní. Su musicalidad y fuerza onomatopéyica lo hermanan a los sonidos viscerales de la naturaleza.
Esas voces floridas están muy presentes en los 300 km que discurren entre Posadas, capital de Misiones, y Puerto Iguazú, parte de la mucho más vasta Ruta de la Selva, que une distintos puntos de la provincia. Su modo de nombrar brinda una mirada más íntima de la selva paranaense y de un collar de pueblos en los que persisten las raíces ancestrales, cuyos senderos se enhebran con el legado de los sacerdotes jesuitas.
Caminos ondulantes, tierra colorada, serranías verdes, arroyos, yerbales, cascadas y yacimientos de piedras semipreciosas van coloreando un itinerario asombroso con varias postas, donde persisten las tradiciones rurales y los mitos, abundan las mariposas, se celebran las orquídeas y los atardeceres inauguran una sinfonía de sonidos y colores.
A 30 kilómetros de Posadas y más allá del Peñón de Teyú Cuaré –un magnífico mirador del río Paraná y sus dos orillas–, la selva ya muestra su fisonomía abrumadora. La Ruta Nacional 12 lleva a Candelaria, donde recaló Manuel Belgrano en 1810 durante una etapa de su expedición militar a Paraguay.
Se dice que a la sombra de un sarandí, que se conserva como reliquia histórica, el general redactó el “Reglamento Provisional para los Pueblos de las Misiones”.
En Candelaria están las Ruinas de San Ignacio Miní, una de las 30 reducciones fundadas por los jesuitas españoles a partir de 1554 en la Argentina, Brasil y Paraguay, con el propósito de evangelizar a los originarios pobladores guaraníes. Entre 1627 y 1638 estos sitios fueron asediados y destruidos por los bandeirantes , provenientes de San Pablo, Brasil, quienes con el apoyo de las autoridades lusitanas organizaban malocas –expediciones armadas– para capturar pobladores nativos y venderlos como esclavos en las haciendas.
Del surgimiento, ataques y mudanzas de estas reducciones da cuenta un impactante espectáculo de luz y sonido que se exhibe cada anochecer en San Ignacio Miní. El recorrido por el sitio, que en su apogeo llegó a albergar a 4.500 guaraníes, dura 45 minutos, en los que los visitantes retornan al siglo XVII a través de proyecciones en 3D sobre los restos de muros y brumas de agua generadas artificialmente.
Las figuras en movimiento remiten a distintos hitos históricos, pero también revelan entretelones de la vida cotidiana en esa reducción y cómo mutaron los vínculos, no siempre amables, entre los pobladores originarios de la selva y la tierra colorada y los españoles. San Ignacio, cuyos restos fueron reconstruidos entre 1940 y 1950, sobrevivió a la expulsión de los sacerdotes jesuitas en 1767, hasta que, como ocurrió con otros pueblos, fue destruido durante la guerra de fronteras de 1817 y, más tarde, devorado por la selva.
Canela en el aire
En la Ruta Jesuita, que se toca en ciertos puntos con el circuito de la selva, se encuentra también el Parque Temático La Cruz, en dirección a la localidad de Santa Ana. La “Cruz de la Selva”, como se conoce de modo coloquial el sitio inaugurado en 2011, está ubicado sobre el cerro Santa Ana, a 240 metros de altura. Antes de llegar ya se divisa la mole de hierro de 82 metros que corona el sitio.
Hasta el cerro se puede subir a pie, en bicicleta o en un simpático trencito de paseo. El recorrido se detiene en la capilla Exaltación de la Cruz, de líneas arquitectónicas modernas, con detalles de piedra y vitrofusión. El tren continúa en ascenso hacia el conjunto arquitectónico con una base de hormigón armado que alberga una cruz de hierro, a la que se puede acceder a través de escaleras hasta los miradores –otorgan una vista general del parque y la selva– y luego tomando dos ascensores hasta los brazos de la cruz. Las estructuras son muy seguras y vale la pena animarse a las alturas, desde donde se distinguen los pueblos vecinos de Santa Ana: Candelaria, Cerro Azul, San Ignacio, Jardín América y hasta la ciudad de Posadas.
La vegetación generosa también rodea a la galería de arte, a un teatro y crea un clima especial en el interior de los sorprendentes Orquideario y Mariposario. De color blanco, amarillo, fucsia, naranja, violeta y hasta verde, las flores imitan la fisonomía de la naturaleza: muchas se confunden entre el follaje con insectos, murciélagos o mariposas.
Una parrillada y el Che
Entre Santa Ana y Puerto Libertad –a 45 km de las Cataratas del Iguazú–, la ruta 12 lleva hacia la selva profunda. En el camino se ven aserraderos, plantaciones de papa, mandioca y batata y secaderos de té y yerba mate. Cada diez kilómetros, un cartel indica la entrada a un pueblito. Pudimos identificar varios de ellos desde las alturas del Parque de la Cruz. Quien esté dispuesto a salirse del camino hallará las gemas que esconde la Ruta de la Selva.
Promediando el viaje, en Jardín América, el parador El Quincho es posta obligada para quienes manejen hacia el norte. Allí se come la mejor parrillada al estilo brasileño, conocida como espeto corrido pero con carne bien argentina. Las variantes ahumadas acompañadas por bastones de mandioca frita, la guarnición misionera por excelencia, son especialidad de la casa.
Pasando el delgado arroyo Cuña Pirú, que discurre debajo de la ruta, vive una de las noventa comunidades de la etnia mbya guaraní que habitan en Misiones, siempre abiertas a los visitantes. Como hace centenares de años, comparten su cosmovisión del mundo, emparentada con el respeto a la naturaleza que brinda alimentos, medicinas, abrigo y vivienda, algo que parece por completo olvidado de la mano del avance tecnológico.
En esos dominios abunda un helecho que alcanza los 5 metros de altura. Se trata del milenario chachí macho , un tipo arborescente que se multiplica hasta la vera del camino y alberga en sus troncos otras especies de helechos y orquídeas.
Hacia la izquierda, un cartel que indica el ingreso a Caraguatayanuncia que allí se encuentra “La casa del Che”. En esa vivienda que hoy forma parte del Parque Provincial Ernesto “Che” Guevara, vivió los primeros tres años de su vida uno de los ideólogos de la Revolución Cubana. El predio integraba la estancia La Misionera, donde los padres del Che se habían instalado para dedicarse a la producción de yerba mate.
Además de la casa, convertida en un museo que guarda recuerdos de la vida de la familia Guevara en la zona, un recorrido de 500 metros a través de la selva lleva al arroyo Salamanca, Los Gigantes y otros puntos de interpretación y, sobre todo, permite disfrutar de vistas estupendas del río Paraná y la isla Caraguatay.
Calles coloridas
En su trayecto hasta Puerto Iguazú, la ondulada ruta 12 muestra una vegetación cada vez más frondosa y gigante. Parece devorarse el camino hasta llegar a Montecarlo, “La Meca de las orquídeas argentinas”. Sus calles están dibujadas por más de mil variedades de estas flores, además de los impactantes helechos arborescentes.
El pueblo es conocido por albergar cada mes de octubre la Fiesta Nacional de la Orquídea en el Parque Juan Vortisch, un predio abierto todo el año para apreciar seis hectáreas pobladas de árboles, arbustos y flores. Pero quienes practiquen la dinámica “pesca al golpe” (lances precisos con carnada y recuperación de la línea en una especie de spinning) no pueden dejar de batirse a duelo en estos lares con el bravo pez dorado, apodado “El tigre del Paraná”.
Más adelante, el paisaje de Eldorado, dominado por saltos, anticipa el espectáculo que brindarán las Cataratas del Iguazú, a 95 kilómetros hacia el noreste. Es el destino para los deportes de adrenalina, como el rafting, el canotaje o la navegación en botes semirrígidos.
Dejando atrás sus plantaciones de naranjas y pomelos y los secaderos de yerba mate la ruta 12 conduce a la selva cerrada. La llovizna torna la tierra más roja y la vegetación más verde e intimidante. Son 50 km de travesía sinuosa hasta llegar a las minas de Wanda, un yacimiento de piedras semipreciosas.
Un sendero indica el ingreso a esta cantera a cielo abierto o “al natural”, como la definen los lugareños. Un guía explica la conformación química de las piedras mientras se recorren las oscuras cavernas de las que se extraen cuarzo, turquesa, cristal de roca, ágata, jaspe, citrino, rodocrocita, topacio azul y amatista.
Todas nacen del basalto, la roca madre generada hace unos 150 millones de años, cuando el Macizo de Brasilia, sobre el que se asienta Misiones, sufrió distintas coladas de lava provenientes del centro de la Tierra. Además de apreciar los estadios de las piedras en las rocas se pueden adquirir las gemas en la tienda, engarzadas en oro y plata.
Antes de partir es recomendable visitar el Parque Mitológico Guaraní, un paseo a través de senderos que permiten conocer a los personajes míticos creados por los guaraníes acaso para darles nombre a los misterios de la selva. Como el temido Pombero, un hombrecito diminuto que merodea los caseríos y al parecer emite un sonido agudo y ensordecedor que asusta a las doncellas durante la siesta.
Tierra roja, entorno azul
Aunque resulte absurdo, el azul parece dominar la selva casi a las puertas de las Cataratas del Iguazú. La vegetación se torna de un verde azulado y las tijeretas, urracas y picaflores tiñen de distintas gamas de ese color los dominios de la aterciopelada mariposa morphos, que impacta con su azul brilloso.
Estamos en Puerto Libertad, bañado por las aguas marrones del río Paraná. A estas tierras guaraníes llegaron a inicios de los años 20 Otto y Federico Bemberg, herederos del fundador de un emporio cervecero en el sur de la provincia de Buenos Aires. A sus inversiones forestales, los hermanos sumaron la compra de 1.000 hectáreas que destinaron a la producción de yerba mate. Así nació la colonia Puerto Bemberg, antiguo nombre de la localidad.
Hoy la familia conserva 380 hectáreas, coronadas por la antigua casona emplazada en las barrancas del Paraná. Cerca está la capilla, diseñada en los años 30 por el arquitecto Alejandro Bustillo y decorada con vitrales franceses, que mira al río. Del otro lado está la costa de Paraguay.
A unos 500 metros de la casa principal, con el mismo estilo colonial, se construyó en 1940 la primera posada del pueblo. Allí se alojaban amigos de la familia y los primeros turistas que se animaban al avistaje –en aquel momento sólo por vía fluvial– de las Cataratas del Iguazú. Hace algunos años se transformó en la posada Puerto Bemberg, gestionada por descendientes de esa familia.
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En muchos tramos de esta ruta, entre Posadas y Puerto Iguazú, aparece el mismo cartel en el que se lee Oga pora, con una flecha que apunta hacia la espesura. Nos preguntamos si es posible que varias aldeas lleven el mismo nombre. Un lugareño nos saca de la duda y comprobamos que el significado de esa voz guaraní permite hallar las palabras justas para definir la inquietante Ruta de la Selva como “casa hermosa”.